lunes, 28 de marzo de 2011

Fallecidos Desconocidos y Desapercibidos Desaparecidos.

Hoy les voy a hablar de dos situaciones un tanto peculiares. La primera tiene que ver con fallecidos desconocidos y su poder de convocatoria desde el más allá. La segunda trata sobre el riesgo de pasar por individuo desapercibido (discreto); el cual un día puede desaparecer sin que nadie se percate de ello.

Empecemos por los fallecidos desconocidos y su extraño poder de convocatoria. Quien quiera reunir familiares, amigos, conocidos, desconocidos e incluso enemigos en un mismo lugar y momento, lo mejor que puede hacer es morir. Cuanto más joven sea el protagonista, mayor audiencia. Así es, amigos, por cruel que pueda parecer. Ni siquiera celebraciones tales como bodas, comuniones, nacimientos y bautizos tienen tanto poder de reunión.

Hace meses (yo creo que superamos el año) que intentaba quedar con una compañera de trabajo. Para nada en especial, pues tiempo atrás trabajamos juntas en otra oficina y mantenemos buena relación. Así es que el encuentro era simplemente para hablar, tomar un café y actualizarnos sobre nuestras respectivas vidas.

Por fin conseguimos el tan esperado meeting y… ¿saben en qué lugar? En un tanatorio, velando los restos mortales del padre de otra compañera de trabajo; un señor al que, por otro lado, no conocí en vida y, por supuesto, mucho menos sin ella. Murió por causas naturales, por aquello de la Ley de Vida: pues el hombre tenía ya 84 años. Pero la situación no deja de sorprender si lo contemplamos de una forma objetiva, en la distancia: dos personas buscan reunirse durante tiempo y el único motivo que tiene poder suficiente para conseguirlo es un tercer individuo sin vida al que ninguna de las dos conoció. Explicado de ese modo no deja de ser curioso, ¿no les parece? Otra curiosidad: en el mismo sitio, en el tanatorio, me presentaron otras dos trabajadoras de la misma empresa a las que, después de casi tres años, nunca antes había conocido y si no nos llega a presentar la hija del ya famoso fallecido, apenas les hubiera dirigido la palabra. Y créanme, el lugar donde trabajo no es tan grande como para no conocer a los otros compañeros (por lo menos los que están en la misma ciudad, como es el caso).

No es que el individuo en cuestión fuera muy popular o famoso, pero quién sabe, tal vez como última voluntad es concedido un poder de convocatoria extraordinario e inexplicable.


Pasemos a la segunda historia. Vivo en un edificio no demasiado grande (unas 20 viviendas) en el que todos nos conocemos. Siempre he vivido en el mismo lugar, desde que nací, a excepción del tiempo en que he estado temporalmente estudiando fuera. Digamos que la tasa de rotación de vecinos es muy baja, así es que la gran mayoría hace tanto o más tiempo que viven en el mismo edificio; no ha habido muchos cambios ni nuevas caras. En un lugar así, como el descrito, resulta más o menos fácil mantenerse al corriente de lo que hace o deja de hacer el próximo. Más aún teniendo en cuenta que la media de edad es bastante elevada, con lo cual muchos son jubilados que tienen bastante tiempo libre (o que, por lo menos, no pasan la mayor parte de su jornada en el trabajo).

Hace algunas semanas estaba en un bar tomando un exquisito zumo natural de mango, fresa y coco con una amiga. Me encontré con una vecina: una mujer de unos cincuenta años, casada y con un hijo de mi edad. Ella también estaba tomando algo con un individuo, aunque no su marido. En una sociedad moderna, esto no tiene nada de extraño. Todos somos libres de estar tranquilamente en un bar tomando algo con una persona del sexo opuesto sin que ello tenga que dar lugar a malas interpretaciones.

Así es que para nada esta situación me llamó la atención. Sin embargo, algo ocurrió después de que muy amablemente la señora se despidiera de mí y caminaran los dos juntos hasta alcanzar la calle. Ni siquiera había seguido sus pasos hasta llegar a la puerta de salida. Estaba inmiscuida en una conversación que no recuerdo con mi amiga, cuando entonces miré por azar la puerta de cristal que daba al exterior y vi cómo el señor que acompañaba a mi vecina le pasaba la mano por los hombros en una actitud que denotaba algo más que amistad. Un sólo gesto que me hizo reflexionar. Paré inmediatamente la charla y le expliqué a mi amiga el motivo.

No me interesa en absoluto la vida de mis vecinos. Pero es de aquellas cosas como el fútbol en mi país: por más que no quieras saber de ello te acabas enterando de cómo van en la liga, los jugadores de cada equipo y casi la vida personal de los mismos. Resulta imposible mantenerse al margen, y quién diga lo contrario debe ser porque está al margen de TODO. Así es que, por lo menos, sé quién es pareja de quién (aunque a estas alturas aún a veces me confundo y no recuerdo exactamente en qué piso que viven; entonces me avergüenzo de ello en el ascensor, cuando no sé qué botón apretar y finalmente tengo que preguntar).

Bien, de la vecina en cuestión recordaba que seguía viviendo con su marido y su hijo. Pero ante la escena descrita, luego empecé a pensar que hacía tiempo que no veía a su esposo. El marido era un individuo muy, muy discreto. Lo recuerdo siempre con el mono de trabajo azul metálico. Un hombre de baja estatura, pocas palabras y que dejaba siempre mucho humo en el ascensor (debido a su adicción al tabaco). Pero, ante todo, muy discreto. A veces se escuchaban discusiones desde el patio de luces pero las voces siempre eran de la madre y del hijo; el marido nunca levantaba la voz. El caso es que al llegar a casa lo primero que hice fue preguntarle a mi madre (ella siempre está mucho más al corriente que yo sobre estos temas). Ya no era una cuestión de morbo, la curiosidad era motivada por algo así como ¿qué es de aquél vecino? ¿Es posible que ya no viva aquí? La misma sorpresa se llevó mi madre al contarle lo ocurrido. A pesar de mantenerse mucho más actualizada que yo, ella tampoco sabía nada y se hacía la misma pregunta que yo. “Al decir verdad”, me dijo, “es cierto que hace tiempo que no lo veo”.

Por fin resolvimos el enigma y la llave nos la dio mi padre: “Éste individuo hace por lo menos tres años que se separó de su mujer y el mismo tiempo que no vive aquí”. Es curioso que hoy en día tenemos herramientas llamadas “redes sociales”, tales como Fecebook, Twitter y muchas más, que nos permiten mantenernos actualizados sobre las vidas de muchas personas con las que tal vez una vez mantuvimos contacto y tal vez jamás volverá a ocurrir; u otras a las que ni siquiera conocemos pero si queremos podemos llegar a saber a diario sobre su vida. Y pueden, todas ellas, estar repartidas en distintos lugares del planeta. Sin embargo, un vecino discreto con el que has “convivido” durante años un día puede marchase y no enterarte hasta pasados unos años. En fin, paradojas de la vida: tan cerca y a la vez tan lejos.

jueves, 17 de marzo de 2011

Nosotros los humanos: nuestro mejor enemigo

Esta vez no se trata de una atentado terrorista; esta vez Al Qaeda no es protagonista. Los daños humanos y materiales sufridos son muchos y muy superiores a los causados por cualquier organización terrorista. Y esta vez no es una sola, sino numerosas en los últimos años. Tsunamis devastadores (Océano Índico, 2004; Japón 2011); Huracanes mortíferos (Katrina, 2005); Terremotos (Haití 2010). La culpable: nuestra querida madre naturaleza. Ella, como todas las madres, responde enfadada cuando el niño se porta mal. No se trata de los fenómenos naturales en sí, porque han existido y seguirán existiendo, sino por la brutalidad con la que han sobrevenido todos ellos y la frecuencia: han tenido lugar en la última década.

A menudo nos resulta sencillo y práctico movernos por dicotomías: bueno o malo; blanco o negro; sí o no; culpable o inocente; amigos o enemigos, etc. Sin términos medios. En las películas, por ejemplo, identificamos quién es el bueno y quién el malo. Es un punto esencial de partida para entender el contenido: posicionarnos con alguno de los dos actores. Incluso si existen varios grupos uno siempre será mejor que los otros. Entonces será: mi favorito y el resto. También ocurre en la política: el partido con el que simpatizamos es el bueno y los demás, son malos. Y, ¡Cómo no! Déjenme nombrar la dualidad por excelencia en este país: el futbol (no hace falta nombrar a los dos protagonistas). Los que se mueven por dicotomías frecuentemente no saben valorar una buena aportación o idea si procede del contrario. Su celebro es algo así como el sistema binario de un ordenador: 1= bueno; 0= malo. Pero tiene algunas comodidades: una vez se ha identificado el enemigo, se puede culpar a él de todos los males y de este modo se descarga tensión, quedando la conciencia más tranquila.

Por ello, volviendo al tema en que me refería al inicio, ante un atentado terrorista tenemos a un culpable, alguien a quién señalar, a quién juzgar y condenar. Podemos centrar todos nuestros esfuerzos en su búsqueda y captura, aunque ésta sea larga y penosa. Aunque para conseguirlo debamos utilizar medios no del todo éticos, aunque tengamos que mentir. Porque, al fin y al cabo, lo que importa es capturar al enemigo. Un ejemplo de ello es la estrategia utilizada por USA en la búsqueda de Sadam Hussein. Pero, ¿qué ocurre cuando no tenemos a quién señalar?; ¿qué pasa cuando no existe enemigo?. O mejor, ¿qué sucede si el enemigo está en casa?; ¿Somos capaces de aceptar que nosotros mismos, con nuestras actuaciones, somos nuestro peor adversario?.

Y de la nada ya hemos bautizado al malo: la madre naturaleza. Pero ésta no hace más que responder a nuestras propias acciones, así que forma parte de nosotros. Como cuerpo y alma. E aquí otro dualismo: el del filósofo Descartes. Cómo el cuerpo puede afectar o ser afectado por el pensamiento no puede ser comprendido. Está más allá de nuestra capacidad de comprender cómo lo físico y la mente están unidos. Pero sí sabemos que existe mutua interacción, existe una causa-efecto.

¿Y cuáles son estas actuaciones, estos comportamientos que tanto molestan a nuestra Madre? Pues las conocemos sobradamente: contaminamos, contaminamos y no dejamos de contaminar el medio ambiente. Tenemos la buena intención de cambiar esa mala actitud, y por ello no dejamos de firmar falsas promesas, apócrifos, declaraciones de buenas intenciones o como les quieran decir a los numerosos Tratados y Protocolos (Kyoto) firmados por todos los países o la mayor parte de ellos. Decimos: “Sí, mamá, no volverá a pasar” y volvemos a repetir lo mismo.

En fin, señores y señoras, está en nuestras manos cambiar ésta fatídica tendencia. Es momento de reflexión, de madurar. Dejemos que el niño crezca de una forma saludable.

martes, 1 de marzo de 2011

De mutuas y oportunistas

A principios de año llamé a la Clínica Dental i Ortodoncia de la Dra X con el objetivo de concertar una cita para una simple limpieza bucal. Lo primero que me preguntaron es si estaba vinculada con alguna mutua o acudía como particular. Obviamente, mi respuesta fue “mutua”. “En tal caso, la cita será, como mínimo, hasta dentro de un mes”. También me pusieron límites bastante rígidos en las horas para concertar visita. Me parece comprensible que procuren por su negocio y que discriminen, hasta cierto punto, entre sus clientes particulares y los que proceden de mutuas. Aunque un mes de espera para una limpieza bucal me parece excesivo, asumí la fecha con resignación. Sobre todo, si tenemos en cuenta que uno de los primeros motivos por los que la gente contrata mutuas es ahorrarse el tiempo de espera que caracteriza los servicios públicos de la Seguridad Social.

Continuemos. Llegó el día de la esperada cita y acudí al centro. Primero me hicieron pasar un tiempo a la sala de espera. El especialista que me atendió me dijo que tal vez no sería posible realizar la limpieza en una sola sesión. Sin explicaciones. Una vez más, me sorprendió. Confieso que no soy un caso excepcional y dudo que requiera más tiempo de lo habitual. No es una valoración subjetiva, está basada en experiencias anteriores, puesto que no era la primera vez que me sometía a esto. Sin más, efectivamente terminó la limpieza de la parte inferior y me mandaron de nuevo a la recepción. Allí les hice entrega de la tarjeta de la mutua, para que pudiesen cobrar sus servicios prestados y pedir nueva hora. Miraron su agenda para darme cita una semana más tarde. No era posible: demasiado lleno. Así es que buscaron una semana más allá. Esta vez, sí hubo suerte. A continuación me hicieron pasar de nuevo a la sala de espera porque, por lo visto, tenían problemas de comunicación con la mutua. Sin resolver el caso, tomaron mis datos, me entregaron de nuevo la tarjeta y me dijeron que si había algún problema contactarían conmigo.

Mientras salía de la clínica no dejaba de pensar en lo absurdo de la situación: un mes de espera para una simple limpieza bucal que se acababa de convertir en dos sesiones, con un intervalo de dos semanas. En estas dos semanas comenté la peculiar situación con familiares y compañeros de trabajo que comparten la misma mutua. A nadie le parecía normal. Un compañero me alertó diciéndome que tal vez lo hacían para cobrar dos veces. Buena observación, porque esto no lo había contemplado. Que me tachen de ingenua, pero me gusta pensar en aquél término al que se refieren a menudo los juristas sobre el “principio de buena fe”. Esto es una “conducta recta u honesta en relación con las partes interesadas en un acto, contrato o proceso”. Así es que no le di mayor importancia, aunque guardé la observación en la retaguardia.

Pasadas dos semanas, me dirigí de nuevo a la clínica. Otra vez el mismo protocolo: “pase Ud a la sala de espera”. Esperé y cuando me tocó el turno y pasé por delante la recepción les pregunté (más bien quería constatar porque daba por supuesto que la respuesta iba a ser negativa) si me iban a “cobrar” la sesión, argumentando que, de hecho, era la segunda parte de una primera visita incompleta que había comenzado dos semanas antes. Su respuesta fue el colmo. Sí me iban a tener que cobrar el servicio porque, in facto, lo acababan de mirar en el convenio con la mutua y, por lo visto, lo iba a tener que pagar yo. Entonces, aun sabiéndolo y sin decirme nada (tres personas estaban presentes en aquél momento en la recepción tratando sobre el tema), pretendían hacerme entrar, acabar por fin lo inacabado y encima cobrarme por ello! ¿Pues no tendría que cobrar yo por las molestias causadas? Sin más, mi respuesta fue que me lo podían haber dicho antes y me largué.

Con todo, quiero destacar que no era la primera vez que asistía a dicha clínica, sino la segunda. En la primera ocasión no tuve ningún problema: limpieza en una simple sesión y sin tan larga espera.