Irme; lejos. Y no es lo que siento solo ahora, en estos momentos, sino hace ya año y medio, desde que regresé de mi estancia en el extranjero. Ahora os cuento. Estuve estudiando en una de las universidades de una gran capital del país. En aquél entonces, me centré tanto en mis estudios que ni siquiera pude disfrutar de la ciudad. El motivo es que fue un capricho. Aquellos mimos estudios los podría haber cursado en mi ciudad natal. Sin embargo, decidí emigrar; por supuesto, gracias a la colaboración económica y apoyo ante mi decisión de mi familia. Pero mis padres son trabajadores de clase media por cuenta ajena. Si me han permitido estos caprichos es porque soy hija única; de otro modo no hubiese sido posible. Pero me considero responsable y sería incapaz de abusar de ellos. Es decir, sabiendo que están dedicando sus ahorros en mí, no podría estar pasándomelo bien a su costa y dejar el objetivo principal –estudiar- en segundo lugar. Por ello, los fines de semana regresaba a casa y continuaba con la tarea de los días hábiles: estudiando.
En una capital, la gente es más abierta. No es un tópico, es cierto. Tuve la oportunidad de compartir piso con gente de otros países. La mayor parte estudiaban y trabajaban. Aprendí mucho de ellas y de sus consejos. Y en cierto modo, compartir de alguna manera su experiencia de vivir en otro lugar, lejos de tus orígenes, me animó a presentar la solicitud de Erasmus. Pero sin demasiado entusiasmo, tampoco creía que me lo fueran a conceder. Sin embargo, no fue así. Recuerdo una vez, en mi ciudad natal, un profesor preguntó a su alumnado en el caso hipotético de que nos ofrecieran un trabajo muy bien remunerado en Japón, cuántos estaríamos dispuestos a aceptar el puesto. Creo que sólo dos o tres levantamos la mano y, os aseguro que el aula estaba bastante llena y era bastante grande. Ante una pregunta así, tampoco me planteo si realmente me voy a vivir allí para toda la vida; tan sólo es ir a probar.
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