jueves, 28 de abril de 2011

Vida eterna en el Limbo

Estudié en una escuela laica. Pero como personas que somos, no existe la imparcialidad impoluta. Así, a un árbitro o un juez, por mucho que quiera valorar los hechos objetivamente, siempre se le escapará algún prejuicio –aunque- involuntario. Obviamente, algunos lo llevan mejor que otros. Como comentaba, la escuela decía prescindir de la instrucción religiosa, pero no así algunos de sus profesores. No sé qué edad debía tener yo, pero recuerdo una explicación de una de mis maestras. Nos habló del Limbo. Tal vez fue significativo para mí porque el concepto me atañía directamente. “Decían los catecismos clásicos que el limbo de los niños o de los justos era un lugar del más allá al que iban a parar quienes morían sin uso de razón y sin haber sido bautizados”. Yo no estoy bautizada, por ello el asunto me incumbía.

No dejaba de sorprenderme lo misterioso y temido de su definición, puesto que es un lugar entre el cielo y el infierno. Así es que imaginaba un bloque de tres pisos visto desde frente, una comunidad de propietarios un tanto especial que convivía compartiendo un espacio en común. Relativamente juntos, pero no mezclados. Los del piso de arriba no paraban de hacer ruido; fiesta y diversión a todas horas: el cielo. En el piso de abajo sólo se escuchaba el ruido de las llamas y por lo demás, todo era silencio. Parecía inhabitado, pero sin embargo se presentía algo. Como en un cementerio cuando aparentemente estás sólo pero sin embargo intuyes de algún modo los allí enterrados. Como el escalofrío que recorre el cuerpo cuando ves el lugar en el que ha ocurrido un accidente mortal. Vacío pero, a la vez, frío, traumático y chocante. Por supuesto, el infierno. ¿Y qué hay de los vecinos de en medio? Eran un grupo de personas taciturnas, silenciosas, tristes y melancólicas que deambulaban de un lado para otro, sólo interrumpidas por el ruido de sus colindantes. Y mientras caminaban pensaban ensimismados en aquello que rompía el silencio: en su entorno, en sus vecinos, en el mundo que los rodeaba. Reflexionaban sobre los motivos de tan distintos estados anímicos. Entendían que los de arriba disfrutaran eternamente, pues estando en vida se esforzaron por ser honestos y puros, aunque esto implicara austeridad, sobriedad e incluso sufrimiento. Los de abajo, sin embargo, en vida se excedieron y ahora pagaban por ello. Pero estuvieran donde estuviesen, habían disfrutado y siempre les quedaría el recuerdo. “ Los bebés muertos no han cometido pecados, por lo que su sitio no es el infierno, pero cargan con la culpa del pecado original, por lo que tampoco deberían subir al cielo. Así, su destino era una tercera clase de cavidad distinta del cielo y el infierno, donde pasarían la eternidad sin pena ni gloria”.

“Pasarían la eternidad sin pena ni gloria”. Esto es lo que siento y a la vez tanto temo. Dejando el tema de la religión aparte, este no me preocupa en absoluto, pero dicho término sigue significando mucho para mí. Pasar el resto de mi vida sin pena ni gloria. A las puertas del cielo, pero sin alcanzarlo. Con los mejores ingredientes para una vida perfecta, pero sin tener la receta, sin saber cocinar. “Además, estas almas cándidas, sufrirían la ausencia de quienes habían tenido la fortuna de salvarse: padres, familia y amigos”. Soledad. Lo cierto es que me doy cuenta que todo mi alrededor se mueve y evoluciona. Cuidado, todo se mueve pero NO a mí alrededor, sino que el entorno que me rodea es cambiante pero yo estoy estancada, como en el limbo.

Mis objetivos están lejos de querer ganar una gran fortuna, tampoco quiero ser el centro de atención de nada ni de nadie. Son mucho más sencillos y nada tienen que ver con lo material ni con la ambición profesional. Simplemente quiero avanzar; prosperar en lo sentimental y emocional; en definitiva: SENTIR. Hace tiempo que no siento nada. Hoy alguien me dio una buena noticia. Debería alegrarme y, de hecho, me alegro por esta persona, pero debo confesar que a la vez me entristece profundamente. Porque yo sigo anclada en unos propósitos que ni siquiera sé si son los correctos; voy siguiendo una meta, un camino que tal vez es mi perdición. Es la historia del nunca acabar. Alcanzo la meta y de repente me siento vacía, pierdo el rumbo. Objetivo cumplido: desorientación absoluta. Y vuelta a empezar: nuevo objetivo, nuevo recorrido. El problema es que mientras tanto no disfruto del paisaje; voy a toda velocidad sin entretenerme por el camino. Y así es como estoy consumiendo los “mejores” años de mi vida; así es como voy quemando mi juventud. Manifiesto que quiero escapar de este lugar de deseo incumplido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario